¿Cuánto debe comer un bebé?

28 marzo 2011 at 12:07 7 comentarios

También podría titular «¿cuánto debe comer un niño?» porque creo que el tema es válido para grandes y chiquitos. Supongo, en cualquier caso, que a más de uno se le ha pasado esta inquietud por la cabeza y me imagino también que -como yo- han tenido sus dudas por la infinitud de opiniones contrarias que hay al respecto. En esta entrada no daré respuestas definitivas, pero sí comentaré apartes del libro (que entra a nuestros recomendados) Mi niño no me come, del pediatra Carlos González: después de leerlo las comidas en casa han sido más tranquilas y -no sé si es idea mía o es verdad- casi pienso que Irene come más.

Bueno, esto de poner «bebé» en el título con una chiquita que ya no camina sino que corre, habla (aunque algunas veces sea en irinense), manda (¡mamá, ven!), coge solita la cuchara (no siempre, pero ni modo), tiene un colmillo -el inferior derecho- que ya asoma narices (y otros tres que ya vemos perfectamente en la sala de espera) y un montón de «adulteces» más parece un chiste, pero como la pregunta es válida a lo largo de toda la primera infancia (supongo) dejo «bebé» (saben que se puede cambiar por niño pequeño, si prefieren). En fin…

Ya entrando en materia, aclaro que en general nunca he pensado que Irene tenga problemas con la comida. Por el contrario, creo que es una niña que come bien, pues en general come de todo un poco (frutas, verduras, cereales, pescado, carne…) y no exige preparaciones distintas a las nuestras. Por supuesto, muchas veces debemos ampliar la oferta (en los desayunos y las cenas especialmente), pero eso no representa ningún problema. Creo que es normal que quiera probar otras cosas. En resumen, asumimos que está bien que un día prefiera arroz y carne en lugar de sopa y si el plato de la última se queda servido, no se nos viene el mundo encima: es natural.

Sin embargo, la pasada gripe trajo consigo una buena dosis de inapetencia que hizo más difíciles las comidas y preocupó muy especialmente al papá. Llantos, discusiones, angustias, lamentos y algunos malos tragos se hicieron presentes en la mesa, con lo que decidí incarle diente al libro que tenía en lista de espera tras los comentarios que había hecho de él Fran: Mi niño no me come, de Carlos González. Una bendición aclaradora para mamás y papás.

Lo que dice el libro
Creo que puede resumirse en tres ideas básicas:

  • La «inapetencia» es un problema de equilibrio entre lo que un niño come y lo que su familia espera que coma.
  • Los niños comen menos que los adultos porque son más pequeños. Su estómago es pequeño, por eso más que grandes cantidades de comida, necesita comidas concentradas, con muchas calorías por volumen (la leche, la carne, el arroz son algunos ejemplos de ello).
  • Ningún niño debe obligarse a comer. NUNCA. Debemos entender que comen a su ritmo, en porciones variables e impredecibles que dependen más de la energía que consuma (está creciendo) y de las necesidades nutricionales de su organismo. Obviamente, esto no significa que debemos olvidarnos como padres del asunto: creo que más bien indica que debemos confiar en nuestros chiquitos, acompañarlos, brindarles alimento SANO (no vale llenarlo de chucherías) y permitir que coman por sí mismos. La leche (rica en calorías y proteínas) es una buena fuente de alimento. Quizás por ello la lactancia (a demanda) es una bendición para los pequeños: les permite acceder a todos los nutrientes que requiere su organismo, como, cuando y en la cantidad que ellos requieran. No debe reemplazarse por agua (menos cuando son pequeños), debe ser exclusiva durante los primeros 6 meses y debe ser complementaria a otros alimentos después de esa edad. Pero, ojo: cada niño tiene su ritmo. Seis meses de vida no significan obligatoriamente boca y apetitos abiertos a todos los demás alimentos. Hay recomendaciones generales para saber cómo se van introduciendo estos que indican, además, que algunos niños pueden pedirlos antes o después de este tiempo. Nuevamente, el niño será quien dé la pauta de cómo se debe alimentar.

Mis conclusiones sobre el texto
Son varias. La primera, que cada niño es un universo y que al igual que todos los adultos somos distintos (y tenemos tallas distintas, además), los niños son diferentes y pensar que los percentiles, el peso y la altura tienen que ser unos y no otros es absurdo. De acuerdo con Carlos González, el peso es un parámetro de evaluación del niño que puede indicar, cuando hay una caída o un incremento abrupto en el mismo, que el niño puede requerir que se le explore -con exámenes, por ejemplo- un poco más. No es la medida de una competencia ni algo que evolucione proporcionalmente todo el tiempo: la edad y la alimentación de los niños (leche materna/leche artificial) incide mucho en su progreso.

Además de esto, concluí también -adobada por la experiencia de esa semana griposa en nuestra pequeña- que la alimentación es muy importante en los chiquitos, pero no por ello deja de hacer parte de su cotidianidad. Con esto quiero decir que nuestras expectativas deben de andar en consonancia con nuestro hijo y no con el del vecino, ni con el médico, ni con el libro. Hay factores externos que se relacionan sin duda con las ganas o no de comer que tenga un chiquito (una enfermedad, un rito familiar que permita ver al niño en las comidas un hecho natural,…) y nuestro papel -quizás- es ser sensibles a ellas y propiciar un ambiente tranquilo a la hora de comer. Esos llantos y quejas de Irene durante esa semana «inapetente» cambiaron de manera rotunda cuando dejamos de angustiarnos por que no quería comer. Dejamos que ella misma marcara su ritmo y, para nuestra sorpresa, cuando lo hicimos fue ella quien pidió sentarse con nosotros en la mesa (y quien cogió la cuchara para comer ella misma o para entregársela a mamá o a papá para ayudarle a comer).

Y el colofón
En cualquier caso, creo que al final del libro encontré un pensamiento que para mí resultó revelador. Según González, la percepción del apetito de los niños cambió radicalmente cuando la leche artificial llegó al mundo. Y no lo digo para satanizarla ni mucho menos, sino para enfatizar lo que me parece apenas natural: que cuando pudimos cuantificar la cantidad de comida que le dábamos a los pequeños, terminamos por pensar que podíamos inscribir su crianza en un cuadro simétrico en el que tendrían que caber todos. Y la naturaleza no funciona así. [No está de más mencionar que la afirmación revela también la dinámica del mundo capitalista -que ayuda todos los días a abrir más y más las brechas de inequidad y desigualdad entre los individuos-: ésa que exige que consumamos -comamos- en cantidades absurdas, para inflar mercados, para mantener activos los balances de multinacionales –como Nestlé (a la que hace un tiempo boicoteamos)– y para hacernos pensar que necesitamos más de lo que es realmente necesario. Los indicaciones detrás de los tarros de leche -que serán iguales a las que vienen detrás de los cereales, las papillas preparadas, etcétera- siempre tasan los promedios por encima de la media… ¡para vender más! Y más de un papá y una mamá pensará que su hijo come menos… o no come de plano porque no responde a esos parámetros. Aghh.]

Por ello, cuando buscamos una respuesta fiable a la pregunta que le da título a este texto, terminamos por encontrar mil verdades certificadas (¿cuántos menús, cuántas indicaciones, cuántas tablas con porciones de alimentos, cuántos cuadros de percentiles y demás cosas similares no se encuentran en las consultas de los pediatras, en los libros o en otros recursos?) que lo único que dejan claro es que ninguna es LA verdad (o mejor dicho, que no hay una respuesta única posible y que cada niño y cada familia encontrarán la suya). Por eso, cierro el texto con las palabras de Carlos González al respecto y con un listado de recursos relacionados (que incluyen una reseña no del todo a favor del libro, de la pediatra Amalia Arce) para que vean si les interesa. En nuestra casa, por lo pronto, decidimos disfrutar la hora de la comida y dejar que nuestra chiquita decida si quiere o no más. 😉

Sería absurdo pensar, sin embargo, que la alimentación de los niños cambiaba, simplemente, por modas. Estamos hablando de auténticos expertos en nutrición, que estaban al día de los avances científicos de su tiempo. Tal vez se equivocaron (y, desde luego, cuesta creer que todos tengan razón, cuando dijeron cosas tan opuestas); pero, sin duda, había un motivo para cambios tan radicales.

Creo que dicho motivo fue la lactancia artificial. En 1906, prácticamente todos los niños tomaban el pecho, de su madre o de una nodriza (el doctor Ulecia ofrecía reconocimientos de nodrizas por 15 pesetas). Algunos niños tomaban ya lactancia artificial, a base de leche de vaca con azúcar, con los desastrosos resultados que pueden imaginar. La capacidad de los lactantes pequeños para digerir y metabolizar el exceso de proteínas y de sales minerales en la leche de vaca es limitada, y era fundamental limitar estrictamente la dosis. De aquí la gran preocupación por la sobrealimentación, y los rígidos horarios de las tomas.

Por desgracia, los expertos creyeron que los horarios, que tal vez eran necesarios para los niños que tomaban leche de vaca, convenían también a los que tomaban el pecho. Incluso cuando el porcentaje de niños que tomaban biberón era muy bajo, los pediatras tenían más experiencia con niños de biberón que con niños de pecho, sencillamente porque estaban mucho más enfermos y acudían más a sus consultas. En aquellos tiempos, los pobres no iban al pediatra, y mucho menos si estaban sanos (llevar a un niño al pediatra para «revisión» era algo impensable). Es difícil hacerse cargo hoy en día (a no ser que se conozca bien el Tercer Mundo, donde la situación sigue siendo la misma) de la tremenda mortalidad que acarreaba la lactancia artificial en aquellos tiempos. El doctor Ulecia cita al respecto a otro experto, el doctor Variot, de Francia: «Las madres que niegan el pecho a sus hijos, sobre todo en los dos primeros meses de la vida, y los someten desde el nacimiento a la lactancia artificial exclusiva, los exponen a mayores riesgos de morir que los que corre un soldado en los campos de batalla».

Los bebés que tomaban pecho hasta el año se criaban sin problemas, pues la leche materna lleva todas las vitaminas y nutrientes necesarios; y entre los pocos que tomaban leche de vaca entera, la consigna era no sobrecargar aún más el sistema digestivo. Pero la situación se deterioró rápidamente. Veinte años después, el doctor Roig se queja de que cada vez es más difícil encontrar una buena nodriza, y sus libros están llenos de anuncios de leches artificiales.

En los años treinta, los bebés tomaban leche preparada industrialmente, en la que se habían reducido las proteínas, pero también se habían destruido las vitaminas en el proceso de esterilización. Ahora necesitaban otros alimentos, sobre todo frutas, verduras e hígado, para evitar el escorbuto y otras deficiencias vitamínicas; y cereales y otros alimentos caseros para reducir rápidamente la dosis de la costosa leche artificial (o las madres más pobres volverían a pasarse a la leche de vaca entera, probablemente sin esterilizar, indigesta y a veces transmisora de la tuberculosis).

Un exceso de entusiasmo llevó a recomendar unas cantidades que los niños difícilmente conseguían tomar, y mucho menos los de pecho, que no necesitaban papilla para nada.

Por desgracia, todos los expertos parecen haber cometido el mismo error: dar a los niños de pecho las mismas papillas que a los que toman el biberón.

En los años setenta, la fabricación de leches artificiales había mejorado lo suficiente como para que los niños que tomaban el biberón no sufrieran escorbuto, raquitismo o anemia. Ya no era necesario el zumo de naranja para evitar el escorbuto, y se empezaron a apreciar, en cambio, los posibles peligros, más sutiles, de las papillas demasiado precoces: las alergias e intolerancias, la celiaquía. Progresivamente, las papillas se volvieron a retrasar: a los tres meses, a los cuatro, ahora a los seis. Personalmente, no creo que el proceso haya terminado; y será interesante ver qué nos depara el futuro…

Links relacionados:
«Mi niño no me come» (reseña de Amalia Arce en su blog «Diario de una mamá pediatra»)
«Mi niño no come» (otra vez Amalia Arce, con una experiencia)
¡Con plastilina, mamá? (la historia de Fran)
Y un video (en varias partes) con una conferencia de Carlos González, sobre las gráficas de peso (los famosos percentiles de los que hablan los pediatras):

Y pido disculpas: otra vez esto se fue largo. :S

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Coser con mamá No más plástico (por favor)

7 comentarios Add your own

  • 1. london  |  28 marzo 2011 a las 16:41

    Pues yo creo que un niño se autoregula solo y pide a DEMANDA. Al igual que los adultos cada niño es un mundo y tiene sus necesidades. Su organismo es sabio, no les va a dejar pasar hambre.

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  • 2. SPARROW  |  29 marzo 2011 a las 01:49

    Todo depende del pequeño… incluso un mismo pequeño pasa por diferentes momentos: nuestro grumete come bastante bien; pero cada vez que venía un diente nuevo, bajaba el ritmo; aunque luego lo recuperaba ella solita.

    La Naturaleza es sabia… y los niños más. Ellos piden cuando necesitan y si rechazan, es por algo.

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  • 3. Karina  |  29 marzo 2011 a las 04:06

    Mis hijos sólo cuando comenzaron con las papillas, y creo que era super normal, dejaron de comer… de hecho son unos niños muy inquietos por la comida, les gusta descubrir y probar sabores, aunque luego tienen sus preferidos.

    aunque a veces nos preocupemos de más porque «no comen»… la verdad es que ellos saben cuando tienen hambre y cuándo simplemente prefieren irse a dormir… Nosotros los adultos cuando nos sentimos mal a veces pasamos de la comida… cura más un buen sueño que un buen filete (aunque mi marido pensaría lo contrario jeje)
    🙂

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  • 4. SPARROW  |  29 marzo 2011 a las 11:05

    De acuerdo con Marc

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  • 5. María José  |  29 marzo 2011 a las 14:09

    Pues opino igual que los demás, que a veces nos olvidamos que los niños son PERSONAS como nosotros los adultos, que no siempre tenemos el mismo apetito. Eso sí, hay niños que comen más (que no mejor) y otros menos (que no peor), sólo hay que saber sus necesidades y adaptarse a ellas.
    De acuerdo con Karina 😛

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  • […] se resumen en pequeños cambios en nuestras rutinas  que, viéndolo bien, no se alejan mucho de las recomendaciones de Carlos González en su libro Mi niño no me come. Comparto nuestra experiencia aquí, no con pretensión erudita (para la que no tengo competencia […]

    Responder
  • […] propios ritmos en un pequeño) y que si un niño lloraba era porque quería ser atendido. También entendí que nadie come a la fuerza y que si un chiquito no quiere más, NO quiere más. Su estómago no es tan grande como el nuestro y su cerebro no tiene vicios que nosotros sí […]

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